Puro Cuento

 

Cuentos, historias, memorias, ficciones y realidades 

Textos por N. Bornacelli.

Todos los derechos reservados.
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- El pueblo murmuraba -

El pueblo murmuraba.

El alcalde había vendido el pueblo. El pueblo se llamaba Playón de Venecia, la Venecia del Caño Schiller, el Caño del Río Grande de la Magdalena, el Río del pueblo Yuma.

Una mañana el alcalde, al que llamaban gordo Severini, se paseó a primera hora por la calles de Venecia en una carreta con burro y mozo anunciando una reunión de carácter obligatorio para todos los habitantes del pueblo. Además, contrató a cuatro muchachos para que pegaran carteles en las paredes de Venecia anunciando la reunión que tendría lugar al atardecer en la plaza de la iglesia. Les entregó un cerro de papeles impresos por Pedro Leguía y membreteados al final con la frase “Property of Arlo Von Wald and Company”, pagó cuatro pesos a cada uno y les dió la mazamorra de maíz que sobró del desayuno para que usaran como engrudo.

El pueblo murmuraba.

El tatarabuelo de Severini había sido de los primeros italianos en llegar a esa tierra, la cual  re-bautizaron Playón de Venecia, en parte por el landscape inundable, pero sobretodo buscando refugio en un nombre conocido para esa tierra llena de todo lo nuevo e innombrable.

La Venecia de ahora era más de arena que de agua. Estaba vacía, abandonada del agua del Caño que era la misma agua del Río Grande que desviaron con la construcción del canal que los Andinos hicieron para navegar río abajo hasta el Mar Caribe. La Venecia de ahora es un playón de tierra seca y colorada, que aún más vacía habría de estar.

Las casas de bahareque también eran coloradas. El agua de los pozos rojiza como los vizos del pelo de los playoneros tinturado por su colorado alrededor. Los tambores eran de ceiba roja coronados con cueros de chivos marrón cobrizo; y las polleras eran ciertamente coloradas. Las gallinas ponían huevos de cáscara rosada y yemas rojas como la candela, tanto que parecían más huevos de flamingos floridianos que de aves criollas. Hasta los caimanes del caño tenían la piel bordeaux.

Pero de todas las cosas que germinaron en esa tierra, el maíz colorado era la joya. Paisajes psicodélicos de millones de matas verde fosforescente que brotaban milagrosamente de aquella tierra seca, rota. En sus puntas, afiladas espigas doradas que alcanzaban los tres metros de altura y que en su interior como un rezo, como una promesa, cargaban mazorcas monumentales de granos perlados y brillantes como rubíes.

Ese landscape era parte de ese lugar antes de la llegada de los venecianos y habría de permanecer más allá de ellos. Se dice que los Yuma trajeron al continente las semillas de maíz desde territorio Taíno del norte del Caribe. Aquí sembraron fields of gold por toda la ribera del Río Grande y más allá. Pero en los alrededores del Río, el maíz que germinó no era pequeño y amarillo como el sol de medio día, era gigante y rojo como el sol al atardecer. Era el maíz más próspero y grande del Caribe y crecía en el pueblo más pequeño y pobre de todos.

Mister Arlo Von Wald había comprado al pueblo. Había comprado también al alcalde y con ello a cada lingote de oro rojo que crecía en esa tierra. Cada grano de maíz, cada semilla, cada gallina, cada huevo rosado, cada tambor, cada casa de bahareque y también al último viejo caimán.

Aquella mañana la gorda Severini, esposa del alcalde, mandó a sacar la vajilla fina y los cubiertos de plata. Carmen Julia recibió la orden de planchar los manteles de lino con almidón de maíz colorado para que quedarán firmes y lisos. Desde la cocina y detrás de los vapores de las mazorcas que se cocían, Carmen Julia escuchaba con semblante de sordomuda cada palabra que los patrones hablaban. Esa noche habría una gran fiesta en la casa de los gordos Severini, Mister Von Wald mandaría decenas de buses y el pueblo quedaría vacío. Mandarían a los playoneros a Media Luna a vivir en las barracas de la Von Wald Company con un one way ticket.

Carmen Julia tenía que avisar a la gente. Salió con la excusa de ir rumbo a la bodega del turco a comprar bicarbonato para brillar la plata. En su camino corrió la voz con sus comadres, no había mucho tiempo para organizarse, era un destino inevitable y no era ni el primero ni el último éxodo que los playoneros habían vivido. Carmen Julia volvió a la cocina, brilló la plata, vistió la mesa, hizo tres tortas de maíz dulce, se despidió de los patrones y se fue a su casa.

El pueblo murmuraba.

El sol empezó a caer y las calles de Venecia estaban más coloradas que nunca bajo la luz de ese último atardecer. El pueblo entero se congregó en la plaza de la iglesia. Las mujeres traían coronas hechas con flores rosadas de bugambilias y maíz colorado reventado que ofrendaron a María Auxiliadora, la patrona de los playoneros.

En la calle principal había una hilera larga de buses blancos. El gordo Severini hizo sonar la campana de la iglesia y todo el mundo se quedó en silencio, incluso la brisa de las seis de la tarde se calló. “He vendido el pueblo y todos se deben ir” dijo, “A partir de ahora Venecia ya no existe, ahora todo esto es de Mister Von Wald y todo lo que yace sobre este suelo es propiedad suya”. La gente y la brisa seguían mudas. El alcalde continuó, “deben subirse a los buses, no pueden llevarse nada, a cada familia se les dará mil pesos en compensación por las molestias y se les llevará a Media Luna, allá está el progreso, allá está su nueva vida”.

La brisa de las seis sopló fuerte una vez más, llevándose los últimos rayos del sol y con ello a los playoneros. El pueblo quedó vacío. Carmen Julia, las mujeres y las niñas llevaban en sus cuellos rosarios tejidos con granos de maíz colorado, ahí estaba el rezo, la semilla sagrada, la promesa, el alimento, ahí estaba la nueva vida, la luna, el agua colorá del Río Yuma.

El pueblo murmuraba.

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  - Suite four-o-one -

Mister Valls fue el huésped de más larga estancia que tuvo el Parisian Hotel. Tan larga que la forma de su cuerpo quedó de manera permanente deprimida en el lado derecho del king size bed de la suite four-o-one. Tan larga que las flores del wallpaper de la habitación quedaron por siempre oliendo a anchoas, Heno de Pravia y Cohiba.

Alto, slim, rubio canoso, tanned skin y ojos azules, el tipo parecía ser de muchos lugares del mundo a la vez. Había nacido como Miquel Valls en un pueblo de pescadores de la Costa Blanca del Mediterráneo español, pero desde los 15 años, escapando a la guerra civil, vivía en América. Aruba, Barranquilla, Maracaibo, Santa Marta y Miami. Esos eran sus lugares. Room 1204 del Sonesta en Aruba, habitación 304 del Hotel del Prado en Barranquilla, la 606 del Cumberland en Maracaibo, la 201 del Parador de Mestre en Santa Marta y la suite 401 del Parisian en Miami. Esos eran sus hogares. Viajaba ligero, sin acompañantes, con una maletica blanca Ecolach de tapa dura y un matching briefcase para los negocios. En la Bahía de Gaira era conocido como Don Miguel, en la de Vizcaya como Señor Michael, y en la isla era Mr. Mike. Biba dushi.

Desde el otoño del ‘89 hasta el verano del ‘90 estuvo en la suite four-o-one del Parisian. Laying low. Hasta esa fecha, en su vida adulta nunca había pasado más de tres meses en el mismo lugar. Era un ser en movimiento y para sobrellevar la espera le tocó implementar estrictos rituales y rutinas. Los martes el supermercado, anchoas, pan cubano, Coca Cola y Cohibas. Los miércoles la barbería. Los jueves bingo. Los viernes dominó con los jubilados en el Varadero Café. Los sábados maratón de películas de Cantinflas en el canal latino. Los domingos los crucigramas del Herald. Pero el ritual más importante era la llamada de los lunes a las 9 de la mañana. La campana de un rotary dial phone sonaba y hacía temblar las botellas de Coca Cola vacías sobre la mesita de noche. Valls contestaba y sin decir ni una palabra tomaba nota en el complimentary stationary del Parisian. 502 Brickell Av, 22 East Flagler St, 244 Biscayne Blvd, y asi cada semana una dirección nueva. Los lunes era el día de la movida. 

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- El pueblo era un sueño -

El pueblo era un sueño, un sueño Caribe. Cada día a las 4:45 am, con puntualidad biológica, el pueblo despertaba con el canto de los 44 gallos del Mono Ramírez. Todas las mañanas las calles se nublaban con un dreamy fog, no se sabía si provenía del aliento húmedo de la tierra al despertar o del humo de leña de todos los fogones que al unísono eran encendidos con el café de las cinco de la mañana.

El pueblo era un sueño y era difícil despertar. Dicen que por eso los antiguos sembraron árboles de almendro en todas las calles, para que llegaran las bandadas de loros y periquitos a chillar por las mañanas. También eran famosas las agudas voces de las Mellas Mantilla y su mítico noticiero radial matutino, si no te despierta una Mella te despierta la otra. Macondo FM estéreo 111.1.

El pueblo era un sueño y la gente caminaba dormida. Se veían rodar sobre las calles de polvo rojo una hilera de carretillas cargadas de guineo, empujadas por hombres de ojos cerrados y brazos extendidos, que más que zombies eran fieles creyentes entregándose al amanecer. Larga también la fila afuera de la escuela. Un barullo de niñas y niños espabilados producto del baño matutino con el agua fría que baja de la Sierra, custodiados por sus madres y padres que aún dormidos vestían pijamas, shorts, abarcas y bermudas.

El pueblo era un sueño.

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  - Las fiestas de la Virgen -

Una botella, dos botellas, diez botellas de Old Park. Eran las fiestas de la Virgen y en Macondo había que celebrar. Un reconocido empresario del entretenimiento, el guajiro Moncho Campillo, había llegado al pueblo con todo su voltaje. El alcalde estaba casado con su prima, y en una alianza estratégica montaron la caseta más grande que jamas se había visto en ese lado de la ciénaga. Había sido un año duro, la pandemia, el hongo que le cayó al guineo, el invierno de seis meses y la muerte de Josefita Severini a los 203 años, la mujer más vieja del mundo.

El combo de Moncho se paseó toda la semana por calles, trochas, fincas y caños anunciando la parranda con alto megáfono. Las mejores acordeones de Villanueva, los cumbiamberos de Ciénaga, las gaitas de San Jacinto. Un cartel de lujo. Era 15, los bolsillos estaban llenos y la sed de ron en su punto. El lugar del encuentro: el antiguo Teatro Olimpia, que aún desvalijado y sin techo seguía siendo un espectáculo.

Apenas cayó el sol llegaron gentes de todos lados con sus mejores pintas. Como hormigas obedientes hacían fila para entrar, era temprano y aún había juicio. Zoila Margarita, la mujer de Moncho, comandaba la antigua taquilla del Olimpia. Recibía billetes sudados que iba lanzando en un gigante saco de fique, a la vez que sellaba los brazos de los parranderos con una gran M roja. M de Moncho, M de Macondo.

En la parte de afuera del teatro las matronas locales montaron sus puestos de fritanga. Un combo de pelaos rodeaba una de las mesas y aceitaban sus cuerpos con una intención casi atlética. Papas rellenas que parecían soles, empanadas, patacones de guineo y kilómetros de chinchurria brillantes en la oscuridad bajo la luz de un bombillo que las mantenía calientes y custodiadas por un séquito de moscas que excitadas bailaban al son de los pitos de las gaitas.

Esa noche fluyeron como nunca los ríos de ron y del aguardiente que destilaban sin reparo cientos de cuerpos descamisados. Todo vibraba. Los 105 parlantes amplificaban la parranda hasta las plantaciones; el algodón y el guineo también bailaron cumbia. Un gran halo de luz amarilla y vaporosa parecía no sólo techar el antiguo teatro sino el pueblo entero. Parecía que la Virgen estuviera iluminando por fin el destino de Macondo.

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- Guayaba, Guineo, Tamarindo - 

En toda la mitad de la calle 6, entre carrera segunda y tercera vive Mama Fina, en una casa color Guayaba. Josefina Guerrero, nacida a principios de los años 1900, es por su antigüedad junto con el templete, la farmacia y la fuente de las 4 caras, parte del patrimonio del pueblo. Algunos dicen que el nombre Mama Fina le vino por los 26 hijos que parió, otros alegan que por la finura de sus largas y delicadas manos de tejedora. Muchos pensamos que cariñosamente la llaman Mama porque su heladería fue la segunda casa de generaciones de niñas y niños del pueblo.

Gustavito Laborde perdió cuatro dientes comiéndose una paleta de corozo, la Muñe Pertúz rompió el récord local al comerse 22 paletas de mango de chancleta en una sola sentada, y el Papo Caballero le coló a Mama Fina el primer billete falso que se vio de ese lado de la ciénaga.

La vieja Fina aprendió a hacer helados cuando los gringos trajeron los primeros congeladores de la General Electric al pueblo. Para ese entonces se dedicaba a coser mantelitos de croché y ropa para sus primeros 11 bebés. Miss Mary Jane Cooper, esposa del gerente de la Compañía de Correos del Caribe, le intercambió un viejo congelador por 222 piezas de croché que Fina tejió en 44 días.

Al principio nadie entendía como la matrona podía tomar frutas tropicales sembradas a 40 grados y convertirlas en nieve saborizada. Llegaban incrédulos de poblaciones vecinas a flipar con las paletas de guineo congelado, staple del pueblo y de Fina.

Hoy, aunque los pelaos cambiaron las paletas por choco-conos y celulares que trajeron los cachacos, aún se puede ver por la ventana que da a la calle 6 a la centenaria Mama Fina sentada en su mecedor color Tamarindo.

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- Mama Lou - 

Louise Annette Wessler era la mujer más longeva de toda la isla, vivió hasta los 127 años. Decían que Mama Lou era bruja, que tenía el don de la adivinación y el secreto de la eterna juventud. Había dado la vuelta al mundo 27 veces y parió el mismo número de hijos. Tuvo siete esposos y todos murieron tragados por el mar. Fue la primera mujer en vivir en el lado Este de la isla y construyó su casa con los restos del barco de su quinto marido. Preparaba una cacerola de pescado con flor de plátano y vino con las uvas del árbol centenario de seagrapes que su madre había sembrado en el frente de su casa.

El día en el que murió la encontraron sentada en su front porch. Su mecedora aún rocked back and forth con un impulso sobrenatural y Willie, su tataranieta, tuvo que poner una traba en una de las patas para detener el vaivén. Tenía los ojos abiertos y la mirada fijada en los largos gajos que colgaban de la uvita de playa de su jardín, parecía más que muerta hipnotizada.

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- Fichas, peones, reyes -

Emiliano camina por senderos que no están trazados en ningún mapa, están trazados en su memoria y en la de su gente. Le acompañan cinco chivos, dos blancos, dos negros y uno que parece un yin yang. Van al río en busca de agua, cada vez más lejos, cada vez más seco.

Entrenados para andar juiciosos y a paso lento, zigzaguean entre la escasa vegetación buscando escapar por pequeños instantes del sol Caribe de las diez de la mañana. Se detienen bajo la sombra de un gran cluster de árboles de trupillo, un oasis. Emiliano trepa ágil uno de los brazos del trupillo mayor, como queriendo ganar nivel para respirar el aire libre que trae la corriente de brisa que viene del mar.

Vistos desde su nueva altura, los chivos parecen piezas de ajedrez dispersas sobre un tablero de arena de desierto. Fichas, peones y reyes, juegos de señores, estrategias que movieron el río que Emiliano busca, como una pieza más del tablero que un día llamaron país.

 

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